Leyenda del mirlo rupestre

Cuentan los viejos papiros que cuando la argamasa que fija los bloques de la fortaleza aún no se encontraba fraguada del todo, habitaba una humilde casita junto a la Alcazaba un honrado y trabajador mozárabe, de nombre maese Rodrigo, y cerrajero de oficio.

Tan escondido como su fragua guardaba el más preciado tesoro: su única hija, conocida, con justeza, por Azucena. Su presencia recordaba a tan bella flor: blanca, delicada, perfumada.

La aniñada doncella contaba con la amistad de los más singulares amigos: los pájaros. Negros mirlos, habitantes de los granados y naranjos. La mansa calandria. El campechano gorrión.

Todos, con las luces del nuevo día, entre animado gorjeo, avisaban a Azucena de la salida del sol. Ella, puntual, les mostraba su ternura ofreciéndoles, con sus propios labios, el agua que calmaría la sed de aquellos piquitos agradecidos.

Hasta que un día la bucólica escena contó con un inesperado testigo: el joven moro Yusef que, en su madrugadora andadura, contemplaba extasiado tanta belleza.

Poco a poco su mente se oscurecía cegada por un incontenible deseo – porque habrás de saber, extranjero, que los caprichos del cuerpo no son más que los antojos que fabrica la mente–. Y la de Yusef le ordenaba poseer para sí aquella belcad.

Dispuesto a convertir la intención en realidad, encaminó sus pasos hacia las afueras de la fortaleza. Ganó la pina ladera, alcanzando la entrada de una oquedad labrada en la dura peña.

Decidido penetró. No anduvo mucho tanteando las tinieblas. Una casaca voz, como salida de desdentada boca, detuvo sus pasos:

-¿Qué buscas, Yusef, en esta casa de topos?

-¡A ti, vieja Miriam! Necesito tus consejos de bruja, nieta y abuela de brujas.

-Habla, Yusef; te escucho…

El joven narró la estampa poética de Azucena, ofreciendo el agua a sus amigos los pájaros y aquel anhelo de hacerla suya …, únicamente suya, que lo embargaba.

La vieja Miriam lo escuchó con atención.

-Comprendo tus cuitas, Yusef. No puedes tratar su amor como a doncella de tu clase. Ella es una sojuzgada, casi una cautiva, y aunque de los tuyos, ni siquiera la podrías contemplar. Su padre la guarda bajo siete llaves. ¿Cómo quieres que te ayude en tan difícil empresa?

-¡Con alguno de tus brebajes! Esos que rinden las más altivas voluntades.

-¿Cómo lo aplicarías guardada bajo siete llaves?

-Ya lo tengo meditado, vieja Miriam. En mirlo me convertirás. Acudiré al saludo de la alborada y con el pico dejaría en los frescos labios de Azucena la pócima. Después, mía será al perder la voluntad ¿Comprendes…? Y si me complaces… ¡Bien lo notarás!

-Te complaceré, joven Yusef. Vuelve mañana antes de que asome la luna. Necesito conjurar.

Puntual acudió Yusef. Miriam, fiel a su promesa, le mostró un minúsculo recipiente repleto de un líquido espeso y rojo, como la sangre humana. El joven, vehemente, hizo ademán de arrebatarlo de sus huesudos dedos.

La bruja, presta, lo retiró de su alcance.

-¡Calma, Yusef! – aconsejó la vieja Miriam -. Muy honda te debe morder la pasión por Azucena para que te decidas a utilizar el brebaje después de escuchar mis razones. Conjurando toda la noche he encontrado la fórmula para convertirte en negro mirlo. Un conjuro, Yusef, de fuerza muy limitada. Deberás conseguir hacer uso del brebaje antes de que el muhacín comience el tercer rezo del día. Si para entonces no lo has conseguido, continuarás convertido en mirlo por toda la eternidad, porque yo seré impotente para devolverte tu presencia humana.

-No me asustan tan tenebrosas razones. Dos de los tres rezos me sobrarán. ¡Te lo prometo, vieja!

Y decidido tomó la pócima y abandonó la cueva.

Radiante amaneció el día. El coro de gorjeos despertó, una vez más a la bella Azucena. Abrió la pequeña ventana, exhalando con fruición el aroma del azahar y el exótico de los granados, dispuesta a recibir el saludo de sus alados amigos.

De entre ellos, un mirlo pugnaba excitado, entre violentos aletazos, en ser el primero por beber de tan bellos labios.

Azucena, mimosa, se los ofreció.

Un destello de triunfo hizo que los párpados del pájaro aletearan inquietos. Preparó el cerrado pico para lanzar el envenenado picotazo y…. entonces una calandria de majestuosa cola, perdiendo sus pacíficos modales, lo atacó con inaudita saña. Ambos cuerpos se enzarzaron en cruel contienda, dejando la huella de algunas plumas negras entremezcladas con otras de color canela, como cuando ésta se mezcla con la leche, llevadas de allá para acá con la leve brisa mañanera.

Azucena, asustada, cerró presta la ventana.

No mucho tiempo después, el cadáver de la pacífica calandria yacía en tierra con el cuello destrozado por la loca rabia del negro mirlo, que lanzaba violentos golpes con su pico contra la dura madera, como desesperadas llamadas para que les fueran abiertas las cerradas puertas.

-¡Vamos afán, extranjero!–. Por tercera vez se escuchó el rezo del muhacín, desde el alto mihrab, y las puertas no se abrieron.

Aún no se habían desvanecido los ecos de los últimos salmos, cuando el excitado mirlo dejó escapar un extraño graznido, cual lamento de alma en pena, y desapareció revoloteando entre el almenado adarve.

Pronto se divulgó el hecho por todos los confines del reino de los pájaros. Y el castigo a la maldad dio lugar al nacimiento de una nueva especie: el mirlo rupestre, que esconde la vergüenza del innoble proceder de su primer congénere entre la penumbra de los helechos que crecen en el fondo de negras grietas y musgosas paredes. Mientras que la calandria, color canela, luciendo su traje rematado con larga cola, goza desde entonces del privilegio de saborear los más dorados racimos de la ubérrima vid y el almíbar de los maduros frutos de la verde higuera.

– ¿Escrito está, extranjero! El mal aún, fugazmente triunfante, siempre terminará por esconder su crueldad tras alguna vergonzosa oscuridad.

Fuente:

  • López García, Norberto (1975). Leyendas de la Alcazaba. Badajoz: Caja de Ahorros de Badajoz. ISBN 84-400-8588-5