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El becerro de oro

En Torre de Miguel Sesmero se dice que existe un túnel que inicia su recorrido en la Iglesia de Ntra. Sra. de la Candelaria y llega hasta el sitio del Albercón Hondo, en el que se encuentra enterrado un becerro de oro. Éste era la insignia del estandarte de una antigua guarnición que se encontraba en el pueblo.

Ese Albercón Hondo estaba pegado a un antiguo molino de aceite utilizado como convento y rodeado de zarzales y altas hierbas. Desde que fue cubierto por una enorme placa de cemento y rodeado de unas vallas para proteger a los niños y suicidas, sus aguas no pueden apreciarse.

Según cuentan, ese becerro de oro que se esconde en el Albercón Hondo, fue sacado de la iglesia (se desconoce si es la actual o la antigua fundada por los caballeros templarios) por los vecinos en cierto momento a través de un túnel y lo enterraron allí para que no cayera en manos de los enemigos.

Esta leyenda cobra más realismo cuando se encontró una carta de 1798 donde Manuel de la Parra Pérez de Guzmán, el antiguo capellán del pueblo, afirmaba que el albercón se había intentado vaciar bastantes veces sin conseguirlo finalmente y que había estado oculto por un promontorio de tierra hasta finales del siglo XVII. Más tarde, iban a crear dos hornos de teja al lado del legendario albercón, por lo que empezaron a extraer la tierra y descubrieron sus paredes. Lo que no esperaban es encontrarse allí un conducto subterráneo. Tal y como se señala en la carta:

– “…descubrieron un arcón de dos baras de altura y como bara y media de anchura, lo limpiaron y allando un conducto subterráneo entraron”

Una vez que se pusieron a investigar, hallaron seis candeleros “de bara de alto”, una cruz de incesario, caldera de agua bendita con hisopo, una campana romana, un brasero y una bacía en la que se echan las brasas.

El capellán quería encontrar el becerro de oro, pero según añadió en esa carta:

“Si hay algo más en este conducto se ignora, porque faltó en estos vecinos animosidad para seguirle luego se hizo este descubrimiento”

 Inesperadamente, de repente, comenzó a salir de allí agua furiosamente por lo que Juan Pérez de la Barreda, alcalde de Torre de Miguel Sesmero en ese entonces, se empeñó en descubrir el origen de aquel manantial. Para ello contó con la ayuda de los vecinos de la localidad que trabajaron noche y día hasta que, según pone en la carta, se descubrió:

“un vaso artificiosamente fabricado de mucho costo, con dos graderías que bajan hasta su fondo (…), siendo su profundidad como de cinco o seis baras. Cerca de la que mira al poniente se hallan tres grandes piedras de cantería labradas debaxo de las cuales, por tradición, se dice están sobrepuestas otras tres embutidas en el piso o fondo, (…), y parece que es voluntad de Dios que el secreto en ellas contenido no se descubra, porque en dos ocasiones en que se a echo la tentatiba (…) luego que se a llegado a descubrir las piedras sobrepuestas ha llobido tanto que desamparando los peones el puesto en pocas oras el albercón se llenó. Sobre lo que están sigilando las piedras aplomadas unos son de parecer que es tesoro, otros piensan que podrán ser algunos cadáveres sagrados…”

 Con esto se da a entender que pueden existir más tesoros e incluso cadáveres sagrados, pero sea como sea, nunca han dado con el becerro de oro y el Albercón Hondo sigue aguardando el misterio bajo sus aguas.

Fuentes:

 

El tesoro de la Calle Cristo

Cuenta la leyenda que hace varios siglos, en una casa señorial situada en la calle Cristo nº 15, propiedad de Juan Sandoval en aquel entonces, se iba a llevar a cabo una idea premeditada de éste con la ayuda de su alarife.

Sin tardar en decidir el lugar, Juan, con un candil en la mano para iluminar la estancia, ordenó al albañil que comenzara a picar un muro ancho con un pico envuelto por una manta para hacer el mínimo ruido posible.

“Un poco más”. Le indicó el amo.

“Hay mucha piedra. Me extrañaba a mí que un muro tan ancho fuera todo ladrillo”.

Habiendo picado durante un tiempo y tras caer mucho polvo rojizo de barro, se podía apreciar un hueco en aquella pared blanca.

“La meto ya”, indicó el viejo alarife mientras se secaba el sudor con la manga de su camisa.

“Espera”, le contestó.

Juan Sandoval se quedó en silencio y miró con un gesto de tristeza el contenido de la bolsa que había hecho con pellejo de becerro. En ella atesoraba su pequeña fortuna. En otro momento, podrían haber sido muchas más bolsas de piel, pero debido al afán por malgastar el dinero por parte de su mujer y de sus hijos, lo perdió casi todo.

Comenzó a recordar una mañana de verano en la que, durante un mercado semanal celebrado en Almendral, sus hijos salieron a caballo y acompañados de sus criados, destrozando todo lo que por su paso se encontraban, nada más y nada menos que las mejores cerámicas, lienzos y porcelanas que los vendedores ambulantes estaban vendiendo. Este divertimento costó muy caro a Juan ya que los vendedores damnificados conocían la fortuna de la familia Sandoval, por lo que aprovecharon y tasaron lo destrozado por encima del valor real.

También pasó por su imaginación cuando sus hijos cambiaron la linde de una finca, apropiándose del terreno de un vecino. Éste, aprovechándose de la fortuna de esa familia igual que los vendedores ambulantes, también valoró el terreno en cientos de reales más de lo que realmente costaban las tierras.

Tras rememorar todos estos recuerdos que tanto daño le habían causado y debido al cúmulo de motivos que tenía, anudó el pellejo del becerro para guardar una notable cantidad de la hacienda que aún poseía y emparedarla para que así los herederos no pudieran malgastarla.

Solo el criado sabía lo que Juan dejaba allí y ambos se prometieron no revelar lo que acababa de suceder.

“Ha tenido que ser así. Moriremos con este secreto”, dijo Juan.

“Sí, mi Señor. Ya vendrá alguien que sí sepa apreciar el sudor que le ha costado amasar su fortuna”, contestó el alarife.

“Gracias, Miguel. Mañana hemos de vernos. Ahora vete y descansa. Es tarde”.

Cuentan actualmente que Juan, ya mayor, murió con la cabeza “perdida” porque un becerro le dio un golpe en la misma durante un herradero. Y uno de sus hijos pasó sus últimos días en la indigencia y tuvo que ser recogido por uno de sus criados.

Mientras tanto, el tesoro permaneció oculto tras un muro del corral de aquel caserón de Almendral, a la espera de que alguien le dé el valor que tiene y honre la voluntad de su original dueño.

Dicen que hoy en día es tentador acariciar los muros de dicha casa, donde se siente el tintineo de las monedas que aún se encuentran en su interior.

 

Fuentes: